01. |
Hubo una vez un rey que dijo a los
sabios de la corte: Me estoy fabricando un precioso
anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar
oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de
desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis
herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje
pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del
anillo.
Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito
grandes tratados, pero no darle un mensaje de
poco más de dos o tres palabras que le pudiera ayudar en
momentos de desesperación total.
Pensaron, buscaron en sus libros,
pero no podían encontrar nada. El rey tenía un anciano
sirviente que también había sido sirviente de su padre.
La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo
trataba como si fuera de la familia.
El rey sentía un inmenso respeto
por el anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo:
No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el
mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he
encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un
Sacerdote. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba,
como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje.
El anciano
lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey. Pero no lo
leas, le dijo, mantenlo escondido en el anillo.
Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres
salida a la situación.
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino.
Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo
perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran
numerosos.
Llegó a un lugar donde el camino
se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle;
caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el
camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir hacia
delante y no había ningún otro camino.
De repente, se acordó del anillo.
Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente
valioso: Simplemente decía: Esto también
pasará.
Mientras leía esto también pasará sintió que se cernía sobre él un gran
silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o
debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de
escuchar el trote de los caballos.
El rey se sentía profundamente
agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían
resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a ponerlo en
el anillo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Y el día que entraba
de nuevo victorioso en la capital hubo una gran celebración con música,
bailes... y él se sentía muy orgulloso de sí mismo.
El anciano estaba a su lado en el
carro y le dijo: Este momento también es adecuado:
vuelve a mirar el mensaje.
¿Qué quieres decir?,
preguntó el rey. Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy
desesperado, no me encuentro en una situación sin salida.
Escucha, dijo el anciano.
Este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas;
también es para situaciones placenteras. No es sólo para
cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso.
No es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el
primero.
El rey, que se
había olvidado ya de las tribulaciones pasadas y del mensaje, abrió el
anillo y leyó Esto también pasará, y nuevamente sintió la misma paz, el
mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba
el triunfo. Pero el orgullo y la
vanidad habían desaparecido. El rey pudo terminar
de comprender el mensaje. Se había iluminado.
Entonces el anciano le dijo:
recuerda que todo pasa. Ninguna cosa, ninguna emoción son
permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de
alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de
la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas,
pero no la tuya... no lo olvides.
IMAGENES
01: El Diamante del
Rey. |